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lunes, 30 de abril de 2018



A Emily Dickinson

Y si he de morir, colocadme unas rosas blancas ante los pies de mi lecho, traídas del jardín de los sueños. Me acompañara su aroma, enaltecido con el último aliento que exhale mi alma ya cansada. Solo pido que mi cama este firme, el lecho fresco, las sábanas blancas y no deslucidas, junto a mis libros donde me perdí anhelando otros mundos, otras historias. No quiero lamentos, no quiero llantos, solo sonrisas, besos y abrazos. No deseo exequias, cantadme aquellas viejas canciones que me hicieron tan feliz. No quiero misas en lenguas muertas, ni responsos sobre una vida ya condenada al calvario, solo palabras conmovedoras. Dejad que las rosas blancas se marchiten y recitadme un poema, el más sutil poema, aquel que solo expresa la belleza del mundo.

martes, 24 de abril de 2018




Y ahora empieza el silencio de la inexactitud de tus palabras, de los mensajes que no llegan, de las caricias que se han volatizado con el recuerdo. Una vez más, eres solo carne de dos días, aterido a tu cuerpo frío y distante, después de habernos auscultado, después de habernos despertado en una sinceridad temprana, tras haber bebido del néctar que segregaba tu piel y haberte escuchado entre frases que decían que yo era, tu aurora entre tanta pesadumbre. Vuelve a tu soledad, retorna a tu desvarío, camina por donde debas caminar, pues no creo que pueda seguirte, no quiero que este pesar siga conmigo. Siempre es igual, apareces y luego desapareces, quizás por el miedo a la entrega, puede que por temor a sentir el palpito de un corazón libre, no aprendo pero sigo y  sigo aprendiendo. El dolor pasará como un día lluvioso, dejando el rastro en la tierra húmeda. Las luces nocturnas de mi ciudad, a la que volveré, me dirán de nuevo que el tránsito del tedio al olvido, de la tristeza a la melancolía, está siempre presente. Muchos se asoman por el balcón de su soledad pero no lo están, forman parte de un universo que se consuela solo con pensar que mañana, volverán a sentir la recaída del tiempo.






Me dejé llevar, me dejé abandonar por ti, intentando estabilizar la balsa de tu naufragio y al final casi me ahogo entre esas aguas turbulentas. Llené el vacío de tu océano con mis lágrimas y desbordaste el mío con las tuyas pero en esta abatida del destino, logré volver a mi orilla. Ahora lo comprendo todo, ahora el agua corre por mi propio océano, con sus turbulencias, pero son mías, de ella renazco, en ella me envuelvo, en ella, puedo salir de un breve naufragio, surcando otros océanos que me colmaran con su experiencia. Ahora me toca nadar entre remolinos de dolor, entre marejadas de ausencia, de tu ausencia, con la pleamar entristecida y turbia pero sé que de nuevo, volverán las aguas del olvido para que el viento musite mi nombre.





Me asome y no estabas, la puerta estaba abierta y la noche era fría. Miré hacía la calle, ningún susurro, salvo la inconsistencia de una luz casi mortecina, un gato sin sombra cruzó sin detenerse hacia ninguna parte. Dentro de mí, solo sonaba la misma tonada, con la misma letra todo el tiempo, atemperada por el viento que musita las horas, entre sus ráfagas que arremeten contra las paredes de esas casas, una canción acompasada por el trinar de un corazón que sufría y se dilataba, mi corazón. Miré hacia afuera y no te hallé, solo a mí, esperando en el rellano de la escalera, sujetando la puerta, detrás de la reja, sin llorar, intentando no pensar, mirando simplemente a un futuro que no llegaba, metido en el cuerpo de mi ausencia. Te llamé y no me contestaste, atravesé con mis ojos  la distancia que mermaba el soplo de tu partida, no te encontré, te habías marchado. El tiempo no se detenía a jugar con el instante porque se había dormido tras el trance de mi visión en el espejo. Me refugié en aquella mirada, intentando atisbar en qué punto dejaste de estar en mí, cuándo me desgarraste la conciencia y hacia donde podía ir para hallarte, mi esquiva y a veces impredecible inocencia.



Cerebros abiertos como cáscaras de nuez. Cerebros machacados como nueces. Mentes adocenadas, demacradas por una sociedad oligofrénica, subyugadas por su propio egotismo, adiestradas por la información desmedida y el desconocimiento. Vanidad de vanidades, el conocimiento es fugaz pero se absorbe, la verdad supera a la mentira, el desengaño se vela a si mismo con la mirada certeza. Mentes apócrifas y dormidas, adolecidas por una vanidad incierta, solo somos libres cuando restituimos el conocimiento al espacio de la creatividad.


Pensaba que mi lecho estaba vacío, como cada noche, esperándome entre sábanas de algodón, impregnadas con el hálito de mis sueños nocturnos. Si mi lecho hablará, si tuviera brazos, seguro que me arroparía al sentir como mis desvelos van mullendo el colchón, las tablas de la cama se han resentido de tanta inquietud, mi almohada necesita descansar de mí, apartada en un rincón.  Sin embargo, mi lecho esta siempre ahí, venturoso en nuestro encuentro, pues no me amonesta, ni me irrita, es un espacio solo de dos, el sitio donde cada noche, pese a mis abatimientos, me deja descansar, presto a seguir con la vida.




El viajero iba de peregrinación por  los santuarios de Delfos, al acercarse al Templo de Apolo, pudo leer dos inscripciones en uno de sus dinteles: “Conócete a ti mismo” y “Nada en exceso”. Llevaba el rostro tapado con una máscara de una tragedia, ni siquiera se le podían ver los ojos, la llevaba atada a su mano y con la otra, recitaba aquellos versos como salmodias, conjurando palabras que arremetían contra el dolor. No sé conocía a sí mismo, no conocía vida más allá de los personajes que debía interpretar en el teatro de las apariencias. A través del oráculo le elevó a Apolo una súplica: permíteme desprenderme de esta máscara para poder ver mi sombra. En aquel momento, un día de otoño, el hombre consiguió quitarse aquella máscara, ya dejó de vivir otras vidas para vivir la suya propia.





Mi alma es como una mariposa que intenta alzar el vuelo, suspendida en un árbol seco, cuyas raíces intentan aferrarse al suelo detrás del cristal. Es un alma abatida, contemplativa, sumida en el hedonismo y que espera enraizarse en la tierra. Sin embargo, es un ánima atrapada, aislada del mundo que circunda esas apariencias, los egos encorsetados, la adversidad, el intelecto despótico. A veces, quisiera que se rompiera el cristal pero tengo miedo, la belleza me escuda contra lo siniestro y lo siniestro me acompaña al acompañarme hacia la luz. Una vez se rompió el cristal, me dejó laxo frente a todo y me mantuve indemne pero otra vez, ese dolor recubrió mi alma escindida para reconstruirme, acristalarme, suspendido en la memoria del tiempo.


A veces, quisiera ser como tú, tan hierático, tan envuelto por esa estela de neón y vestido por la indiferencia. Y sin embargo, cada vez que paso por delante, puedo ver que solo existe tu reflejo en las noches sombrías. Eres recuerdo de su ausencia, maniquí de apariencias, trajeado por la moda que fluctúa al paso del tiempo y sigues ahí, impertérrito, la luz solo te da brillo pero no cadencia. No puedo ser como tú pero aprendí de ti a sentirme intangible a los rumores, al despecho, al descrédito, al desamor para convertirme en lo que soy, carne y huesos, autenticidad frente a los cánones que marcan la tendencia del deseo.



Voy hacía a ti Mahdi, tal como dijo el profeta, el padre de las escrituras. Ando de camino a la cima para decirle a Alá que te estamos esperando. Nos sentimos perdidos, arremetidos por reyertas fratricidas y guerras interminables, que han desolado la tierra de nuestros ancestros. Sigo el estrecho margen de esta vereda hacía ti y pido que mi paso sea firme, enaltecido por la oración. Llevo este velo para cubrir las lágrimas de mis hermanos y hermanas que lloran por sus hijos muertos. Cuando llegue, me postraré en lo alto de la montaña, te pediré tantas veces como arena tiene el desierto que nos rescates y gritaré tu nombre, Mahdi, Mahdi, Mahdi………promesa del mañana……..



Rosas amarillas, mustias y demudadas. Rosas amarillas, disecadas por palabras mortecinas, lánguidas como sus pensamientos sombríos. Tristes rosas del color del amanecer, gama inerte del tedio, la decadencia que enquista el presente y fustiga el mañana. Rosas amarillas, viudas y funestas, soterradas, baldías, espinas del dolor que atormentan su alma enamorada. ¿De quién son estas rosas, pálidas y secas, casi ámbar? Son tuyas, las dejaste morir para aviar su recuerdo, quedarte con el anhelo y resplandecer de nuevo. Las abandonaste en el portal, de camino al tramo que te aleja de lo incierto, fatuo y desmedido, recordando que las rosas amarillas son también, armonía frente al caos, agradecimiento y obsequio a la vida, tu propia vida.

El Perro Azul

Los perros deambulan por Zipaquirá, sin miedo a los hombres y mujeres del casco viejo, corretean por las calles, juegan entre ellos, a veces, se apostan en la plaza como si realizaran un cónclave canino. Por la noche, algunos buscan refugio debajo de los portales, otros se apostan en las esquinas o en las puertas de los restaurantes para comerse las sobras. No asustan a nadie, van tranquilos por esas calles empedradas, como si fueran parte de la vida de los lugareños. Dicen que Gabriel García Márquez, siendo adolescente, cuando estudiaba en el Liceo, hoy la Casa del Nobel, tuvo un canino de ojos tan claros que le inspiró su libro de relatos titulado “Ojos de perro azul”. Aquella noche, un perro de raza indescriptible, estaba tumbado, mirando hacía la otra calle, no sé si esperaba a que le dieran alguna migaja, pero al verlo, me fije que tenía los ojos azules, tan azules como los míos, melancólicos y distantes. No pude rechazar la invitación del momento y desde estos mis ojos azules, estos ojos venidos de otras latitudes, lo capturaron en aquella noche de Zipaquirá.
La Isla

Entre la costa de Perú y Chile, hay una isla perdida que aparece cuando El Niño azota, cada tres u ocho años, esa ondulación de América del Sur.  Ni siquiera Humboldt pudo cartografiarla en sus viajes por el nuevo continente y los navegantes españoles, solo supieron de ella, a través de las leyendas incas. Decían los indígenas que en esa isla, iban a parar las almas más nobles, en forma de pájaros de vivos colores, parecidos a pequeños canarios. Allí solo viven, hombres y mujeres víctimas de naufragios, aislados del mundo que acontece bajo el cielo despejado. Los pocos que la han visto, navegantes y antiguos marineros, la llama “Isla de los Desventurados” pero para los indígenas, es la “Isla de los Bien Hallados” pues era el único paraíso que conocían donde sus vidas serían libres del yugo y el terror.