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martes, 24 de abril de 2018



Me asome y no estabas, la puerta estaba abierta y la noche era fría. Miré hacía la calle, ningún susurro, salvo la inconsistencia de una luz casi mortecina, un gato sin sombra cruzó sin detenerse hacia ninguna parte. Dentro de mí, solo sonaba la misma tonada, con la misma letra todo el tiempo, atemperada por el viento que musita las horas, entre sus ráfagas que arremeten contra las paredes de esas casas, una canción acompasada por el trinar de un corazón que sufría y se dilataba, mi corazón. Miré hacia afuera y no te hallé, solo a mí, esperando en el rellano de la escalera, sujetando la puerta, detrás de la reja, sin llorar, intentando no pensar, mirando simplemente a un futuro que no llegaba, metido en el cuerpo de mi ausencia. Te llamé y no me contestaste, atravesé con mis ojos  la distancia que mermaba el soplo de tu partida, no te encontré, te habías marchado. El tiempo no se detenía a jugar con el instante porque se había dormido tras el trance de mi visión en el espejo. Me refugié en aquella mirada, intentando atisbar en qué punto dejaste de estar en mí, cuándo me desgarraste la conciencia y hacia donde podía ir para hallarte, mi esquiva y a veces impredecible inocencia.

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