Me asome y no estabas, la puerta
estaba abierta y la noche era fría. Miré hacía la calle, ningún susurro, salvo
la inconsistencia de una luz casi mortecina, un gato sin sombra cruzó sin
detenerse hacia ninguna parte. Dentro de mí, solo sonaba la misma tonada, con
la misma letra todo el tiempo, atemperada por el viento que musita las horas,
entre sus ráfagas que arremeten contra las paredes de esas casas, una canción
acompasada por el trinar de un corazón que sufría y se dilataba, mi corazón.
Miré hacia afuera y no te hallé, solo a mí, esperando en el rellano de la
escalera, sujetando la puerta, detrás de la reja, sin llorar, intentando no
pensar, mirando simplemente a un futuro que no llegaba, metido en el cuerpo de
mi ausencia. Te llamé y no me contestaste, atravesé con mis ojos la distancia que mermaba el soplo de tu
partida, no te encontré, te habías marchado. El tiempo no se detenía a jugar con
el instante porque se había dormido tras el trance de mi visión en el espejo.
Me refugié en aquella mirada, intentando atisbar en qué punto dejaste de estar
en mí, cuándo me desgarraste la conciencia y hacia donde podía ir para
hallarte, mi esquiva y a veces impredecible inocencia.
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