Y su deseo languidecía, se mecía entre las sombras. Su mano friccionaba el calor que desprendía su concupiscencia, ante el
agravio del encuentro no consumado. El único contacto que sentía su cuerpo
adolescente, era el tacto de su propio tacto ungido por el sudor de la lujuria.
No encontraba más placer que su sexo a solas, un pacto silencioso y onanista
entre su cuerpo y sus deseos más ensoñadores. Pecado, más que pecado, eso le
dijeron cuando era simplemente púbero, palabras maledicentes, vertidas por
mentes obtusas. Sin embargo, empezó a descubrir que el sexo es el clamor de la
vida. La sensualidad, portadora de sensaciones apabiladas por su paroxismo,
fantaseando cuerpos friccionados, escenas de amor imaginadas por una mente
ávida de sexo, abierta al conocimiento prohibido. Cuando se despertó su
atractivo, se dejó abandonar, abatiendo el pudor, viajando por el sexo dominado
y sumiso, ardiente y sucio, placentero y casi místico hasta que sublimó su
deseo, una vez hubo viajado entre tanto universo corpóreo. La insatisfacción lo
devolvió a su propio cuerpo, su mano volvió a conjugar su sexo en la soledad de
aquel primer placer que tanto le había llevado a la ensoñación.
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