Del
arabesco nacieron sus palabras, meditando las azuras y orando por la vida. Soñó
con jardines, repletos de azucenas, alhelíes, claveles de vivos colores, en un
palacio ubicado en la cima montañosa. El olor del romero, se mezclaba con el
tomillo, el jazmín, el espliego y la menta, trasmutando la pena en una
felicidad eterna. Allí, los estanques drenaban el agua para musicalizar las fuentes
del deseo y en cada nota, lo deseado se convertía en efímero placer. En una de
las salas, debajo de los mocárabes que simulaban la oquedad de una cueva, yacía
sentado entre grandes cojines, pensativo, escuchando solo el eco silencioso del
agua viajando por aquellas fuentes. En aquella fortaleza roja, la vida se
contemplaba desde la belleza y la ausencia pero un día, las huestes cristianas entraron
y tomaron posición de ella. El último sultán acobardado, huyo con algunos de
sus súbditos, mientras él tuvo que emigrar a otros lugares, desde entonces, cada
noche tenía ese mismo sueño, Alhambra.
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